¿Pecan los cristianos una vez convertidos?
“... porque no hay hombre que no peque” (1 Reyes 8:46).
“Ciertamente no hay hombre justo en la
tierra, que haga bien y nunca peque” (Ecl 7:20).
“¿Somos mejores que ellos? En ninguna
manera: porque ya hemos acusado a Judíos y a Gentiles, que todos están debajo
de pecado. Como está escrito: No hay justo, ni aún uno” (Rom 3:9-10).
Esta pregunta que respondo, me recuerda a mi
madre, que pasó sus últimos años en España, de donde eran sus padres. Alguna
amistad le había recomendado a un ‘gran hombre de Dios’ que tenía una iglesia
en Miami. En aquellos tiempos yo vivía en las proximidades del Lago Okeechobee,
como a una hora y media desde la ciudad. Ella visitó los EE.UU, y me insistía
que debía conocerlo; pero como alma vieja caminando en los caminos del Señor y
conociendo sus ovejas, con virtudes y defectos, decidí primeramente llamarlo
para tener una idea quién era. Una de las primeras bobadas que en el diálogo
que tuvimos me dijo, fue lo siguiente:
-Yo no peco varón, el pecado hace mucho tiempo
que se fue de mi vida.
-Para aclarar le volví a preguntar: ¿Usted se
refiere a que conscientemente trata de llevar una vida santa y se aleja de
tentaciones y pecados; pero como humano si cae al menos en pecado de
pensamiento malo, usted se arrepiente?
-No hermano, repito, hace muchos años que ni en pensamientos
yo peco. No... no... ni se diga... yo no peco, estoy libre de pecado.
-Usted se engaña con tal patraña, y ya imagino
los pobres a los cuales les deja caer su pesada carga—le dije yo.
-Bueno, yo realmente no peco, porque el Espíritu
Santo no me lo permite.
-No pude más que reírme, y le pedí que
reexaminara el espejo de su casa.
¡Los rollos que nos meten a veces nuestras madres;
y la mía, que en paz descanse y alabe a Cristo en su seno, a veces era una
especialista en tal oficio!
Tiempo después, revisando mi comportamiento y
asegurándome que no había sido injusto yo mismo con aquel hermano cristiano;
visité Miami; y sin anunciarme en ser yo aquel que habló con él por teléfono,
fui a su iglesia pentecostal. Realmente vi las almas tristes que llevaban un
yugo pesado en cada cara, y sus mujeres apenas podían arreglase porque les era absolutamente
prohibido. En las puertas de entradas y salidas en lugar de diáconos, tal
parecía que soldadillos de plomo cuidaban cada paso que uno diera. ¡Gracias al
Señor que no ha permitido ninguna religiocracia que nos gobierne más en
Occidente... hasta hoy: sea papal o protestante!
Todo eso nos recuerda al historiador eclesiástico
cristiano Eusebio de Cesárea (263 – 339 d.C), quien fue obispo de esa ciudad y vivió
en tiempos del emperador Constantino. Era su amigo personal, hasta el punto de
casi adularlo porque lo amaba como líder. Constantino, quien aparentemente se
había convertido al cristianismo, aunque tomó años para que aceptara
bautizarse, fue una esperanza para muchos obispos de iglesias en toda el Asia
Menor y mundo circundante; ya que con él las abiertas persecuciones del Imperio
Romano en contra de los seguidores de Cristo—ocasionando miles y miles de
mártires—cesarían durante su reinado como emperador, o al menos en cantidad y
frecuencia. Así y todo, tristemente, fue el impulsor de ligar a la Iglesia con
el Estado; y con ello, sembró la semilla y creó la base para que surgiera, en
siglos posteriores, la asesina maquinaria papal, que exterminó también a
millones de cristianos y opositores durante mil quinientos años.
Pues bien, en su Libro II, capítulo 17, Eusebio
cita al escritor y filósofo judío helenista Filón de Alejandría (20 a.C - 50
d.C), quien narra en uno de sus escritos sobre una secta asceta que se imponía
una estricta y rigurosa disciplina. Eusebio—como historiador—asoció a ese grupo
con los cristianos primitivos; y sea o no exactamente cierto, sí nos dice a los
extremos en que muchas veces hombres sinceros que intentan seguir a Dios, se
ven atrapados, por uno u otro líder, en algo que en realidad no es a lo que el
Señor nos llamó cuando envió a sus doce apóstoles, y sus setenta colaboradores,
a expandirse e ir por entre pueblos y ciudades anunciando las Buenas Nuevas del
Evangelio.
La cita de Eusebio sobre el escrito de Filón dice
así: “Tienen también en su poder los escritos de antiguos varones que
establecieron la secta y dejaron numerosos documentos de sus enseñanzas...
Ellos lo usan a modo de ejemplo y los imitan en su forma de pensar... En primer
lugar, toman el dominio propio como fundamento del alma y las otras virtudes la
sobreedifican. Ninguno tomaría bebida ni comida antes de la puesta del sol,
porque creen que la reflexión es digna de la luz, pero en cambio las
necesidades del cuerpo lo son de las tinieblas. Por ello reservan el día para aquel
ejercicio y una breve fracción de la noche para éstas. Algunos llegan al
extremo de olvidar su alimentación durante tres dias... y se gozan en la comida
intelectual que les provee doctrina con gran riqueza y opulencia; que, por las
costumbres, persisten doble tiempo y tras seis dias apenas gustan el alimento
necesario”.
Como veis, aquí nada tiene que ver con llevar ese
Evangelio a toda criatura; sino más bien, una vida asceta apartada de la
sociedad, pensando que aún en este cuerpo mortal, y por nuestras obras
penitenciales en contra de la carne, lograremos llegar a ser absolutamente libres
de pecado. Si bien es bueno apartarse de este mundo lleno de impurezas
espirituales y tentaciones demoniacas (muchas veces debido a repentinas
persecuciones); somos a su vez parte de estas sociedades, y cuando—en aquella
época—subían a un barco, o hoy en un automóvil o avión para trasladarnos y
continuar la vida, estamos usando y disfrutando algo que un ser humano ideó y
construyó con su sudor. Todo eso requiere alimentación y no vida de 100 %
asceta y aislacionismo social, sobre todo en nuestros años juveniles que es
cuando contribuimos más al desarrollo productivo general del que todos se
benefician. Cada uno de esos humanos, tienen el derecho—a menos que no les
interese—de escuchar el Evangelio de Salvación, y ser advertidos que hay
consecuencias funestas y eternas, para todos aquellos que ignoren lo que Dios
ha establecido, y el mensaje y obra redentora de su Hijo amado.
Es muy fácil tergiversar la Palabra de Dios para
imponer doctrinas y cargas que Dios no mandó; y es por ello que Jesús le decía
a los fariseos: “¡Ay de vosotros, escribas y
Fariseos, hipócritas! porque rodeáis la mar y la tierra por hacer un prosélito;
y cuando fuere hecho, le hacéis hijo del infierno doble más que vosotros” (Mt
23:15).
Si... no existe humano que no peque.
La Iglesia ha apostatado hasta el punto que
hoy existe una diferencia entre un cristiano convertido, recién admitido en una
institución establecida, y otro que realmente ha experimentando un nuevo
nacimiento espiritual en el Señor; no importa si es parte o no de algún aparato
religioso:
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva
criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2
Cor 5:17).
El cristiano se viste con la armadura de la
Palabra de Dios y calzados los pies con el Evangelio y escudo de la fe (Efesios
6:13-17); pero no significa que no peque. Nuestro cuerpo de Adam es
perecible y por ello Cristo nos promete un cuerpo eterno, celestial, inmortal,
libre de pecado y victorioso (1 Cor 15:22-54).
Hay muchas malicias espirituales en los
aires que atentan contra nuestra paz espiritual (Efesios 10:12), y si
pueden, ceban tentaciones en nosotros, y nuestros alrededores.
Mientras tanto, y sin cesar, hay una lucha
entre la carne y nuestro espíritu tal cual el apóstol Pablo la sufría, haciendo
cosas que no quería (Rom 7:19-25); sin embargo, miramos al blanco, al
premio de nuestra soberana vocación y redención en Cristo Jesús (Filip
3:12-14); sabiendo que El nos ha sellado eternamente y dado la prenda del
Espíritu en nuestros corazones (2 Cor 1:22).
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Enero, 2020