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Mene, Mene, Tekel, Ufarsin.
Belsasar, segundo al mando del reino (Dn 5:7b, 16b, 29b ) y co-regente de su padre Nabonido (555-538 a.C), y último rey del Imperio Babilónico; se encontraba malgastando su tiempo y dinero en una destemplada orgía, abundante y con desproporcionadas borracheras (v.1-4 ), usando para ello los utensilios y vasos sagrados del Templo de Dios en Jerusalém (v.2 ) traídos y conservados desde tiempos en que su abuelo Nabucodonosor prendió fuego a la ciudad santa y destruyó el Templo (586 a.C). Cuando más feliz y confiado estaba en su prosperidad, soberbio y seguro, festejando de su poder, una misteriosa mano humana aparece (v.5 ), y sus dedos escriben en la pared, delante de sus narices—y para asombro del rey—una terrible sentencia que se le acercaba a él y su imperio.
El rey co-regente Belsasar llamó a políticos, magos, adivinos (v.7 ), santeros, babalaos, paleros, espiritistas, visionarios, y a cuanta persona en el reino que presumía de descifrar incógnitas y conocer el futuro para que le tradujeran tal enigma. Nadie pudo (v.8 ); porque no venía de demonios ni mundo oscuro, sino directamente de Dios; de manera que ninguna artimaña de esas que usan los supuestos mediadores entre hombres y el mundo espiritista, funcionó para lograr descifrar el enigma. Se necesitaba un verdadero hombre de Dios.
Recuerde que este era un hombre de Dios verdadero. No de los que vemos hoy que se reúnen en la Casa Blanca, o en sus casas—con los, y el presidente norteamericano—e intercambian sonrisas, fotos, abrazos, consignas y augurios de prosperidad, mención de mutuos amigos y contactos, paz y amistad, y ahí se queda todo. No, no, no…este era un verdadero hombre de Dios. Le dijo al político más influyente y poderoso de su época, junto a su comitiva de aduladores, que era un impío, abominable, manipulador, y que el mal se le acercaba inminentemente.